El sprinter belga, enfundado en el maillot del equipo Leopard - Trek |
Un estúpido trabajo universitario -de esos que no sirven para absolutamente nada- me hizo olvidar mi cita diaria con el Giro d'Italia. La falta de Internet, gracias a la fortísima granizada del viernes en la Sierra noroeste de Madrid, impidió cualquier posibilidad de conectarme con el directo de la Gazzetta dello Sport on-line. Cuando conecté con Veo7, todo era un maremágnum de mensajes cruzados acerca del estado de Wouter Weylandt. El esperanzador mensaje que Carlos Barredo lanzó en antena me alivió. Salí a correr algo más tranquilo. Hasta una hora después no conocí la verdadera y trágica realidad.
Reconozco que nada más ver las imágenes de su caída lo asocié con Fabio Casartelli. El cuerpo inerte, hilillos de sangre por el asfalto. Demasiados paralelismos. El casco, que tantas desgracias ha evitado en los últimos diez años, no pudo esta vez hacer nada por un nuevo milagro en el ciclismo. Nos hemos acostumbrado a ver caídas espeluznantes y recuperaciones milagrosas. La Madonna del Ghisallo, patrona de los ciclistas, vela por ellos. Los ciclistas tienen un "ángel". Pero es humano, terrenal, y en ocasiones no puede igualar la mezcla de velocidad y azar. Weylandt era un belga rubio, espigado, conocido en el mundo ciclista por su labor de gregario en favor del excelso Tom Boonen. En el equipo Quick - Step, no obstante, había conseguido labrarse un palmarés de cierta entidad. La sombra de su paisano le hizo emigrar hacia el neonato proyecto del Leopard - Treck, donde sus actuaciones como sprinter estarían supeditadas a las de Daniele Bennati. Precisamente la baja de última hora del italiano le abrió a Weylandt las puertas del Giro. Macabra casualidad.
Muchos ciclistas sufren en las subidas, pero muchos más lo hacen en las bajadas. Todos conocen los riesgos que entraña. Y se seguirán jugando la vida bordeando los 100 kilómetros por hora, por mucho que a mi compañero David Martínez le pese. La pericia y ese "ángel" les llevan por descensos anchos y tendidos, o por estrechos curveos de asfalto viejo y abrasivo. El Passo del Bocco -aquél por el que Berzin voló en la cronoescalada del Giro de 1994- no es el puerto más peligroso por el que haya pasado el pelotón. Pero la mala señalización, el deseo de Weylandt por no perder contacto con el pelotón y el mal fario llevaron la desgracia a la ronda italiana. El "ángel" que protegió a Bruyneel en el Cormet de Roseland -recomiendo leer su emotiva carta al hilo de la muerte de su paisano-, el que salvó a Óscar Pereiro en el Agnello y que sacó a Pedro Horrillo con vida del barranco de San Pedro, no lo tuvo el belga. Es momento de reflexionar, especialmente los organizadores, sobre la seguridad en carrera. No sólo la señalización de los descensos, las rotondas -me viene a la cabeza el malogrado Manolo Sanroma- y las líneas de meta son cada vez más peligrosas. Cada vez más corredores enfilando la misma recta, la misma curva, buscando el hueco imposible por el que avanzar posiciones. Habrá quien dé nuevos bríos al debate sobre el pinganillo. Sea lo que sea, que el ciclismo de mañana sea más seguro. Que las lágrimas de Tyler Farrar por su amigo no caigan en saco roto.
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